En una adolescencia tormentosa y confusa (como casi todas), y pasando por dolorosos acontecimientos, llegó o -sin mucha consciencia- la encontré. Ella me salvaría, se tornaría en el horno del alquimista que transmuta el plomo más pesado en oro. A cambio yo tendría que darme. Desde ese momento yo sería el músico y el instrumento. Sería como darme a mí mismo.



A ese adolescente le diría hoy: “Todo vale. Todo lo vivido es tu tesoro. Verás que el mundo es un reflejo de tu interior, pero existe un secreto que no puedes saltarte: los aconteceres te van a dar forma y tus creaciones más íntimas, si juegas a dibujarlas hasta verlas y sentirlas como verdaderas, también darán forma a tu mundo. ¡Te pasará  en ambas direcciones! Tranquilo. No hay error. Hoy te digo que el camino es lo más importante.”



He aprendido a cuestionármelo todo, incluso a mí mismo. La experiencia, lejos de encajonar o solidificar las cosas, aporta flexibilidad. Conforme más trabajo y más me topo con dificultades, más respeto el trabajo de los demás. Y más aprecio pequeños logros. Soy menos categórico. Mi crítica disminuye.



Lo que me sucede en el caminar de mi profesión me enseña más y más sobre mí. Me enseña que las metas más preciadas son una mera excusa para ir haciéndome como persona, que el mayor premio recibido es una sesión de ensayo sin noción del tiempo, que el maestro más exigente es mi hijo, que la más abrumadora de las popularidades es abrazarme con mis compañeros después de una secuencia en la que los ojos han ido por delante de las palabras, y sin duda, más allá…

 

Que el placer de quitarse de en medio para ser canal expresivo es entrar en éxtasis, y que, mientras no suceda…¡a observarse! para seguir creciendo.